Recuerdo la primera vez que visité el campo de concentración de Dachau. Llevaba unos 18 meses en Munich y no me había interesado demasiado en visitar ese lugar maldito. Entonces ESN, la asociación en la que era voluntaria, organizó una visita al campo y allí estaba yo con un grupo de 30 estudiantes de intercambio.
Se me congeló el alma nada más poner el pie allí, como si pudiera ver el vaho del aliento de los que llegaban comprimidos en los vagones de tren hasta el apeadero. Los nazis desviaron las vías del tren para que pasara justo junto a la valla donde todavía se podía leer su lema: Arbeit macht frei (el trabajo libera).
Tras cruzar la verja que nos saluda con ese el trabajo os hará libres llega el edificio de recibimiento y clasificación de los prisioneros. Las paredes vacías a excepción de ese Rauchen verboten (prohibido fumar) que aún se lee descolorido con la grafía nazi en la pared. Ahí comenzaba la cosificación, el paso de ser humano a ser un objeto sin derecho a decidir sobre su propia existencia. Ahí comienza el reparto de los pijamas de rayas, el corte de pelo y el tatuaje; prisionero número… y el resto a nadie le importa.
Españoles en Dachau
Hay documentos en vitrinas y entonces me fijo que uno de ellos es la pensión que se le concede a un superviviente de los 604 españoles en total que pasaron por sus barracas. ¿Españoles? ¿Pero no habíamos oído siempre que Hitler se la tenía jurada solo a los judíos? Basta mirar el panel donde se recogen los colores de las insignias que llevaban cosidas los prisioneros según su origen.
Los nazis ubicaban a los prisioneros en Dachau según su raza y lugar de origen. Aquellos “habitantes” con raíces alemanas como los austríacos y suizos, vivían en los primeros barracones mucho menos hacinados que los polacos, checos e italianos. Tras ellos, iban los presos políticos, los religiosos y los prisioneros de la Guerra Civil Española.
Visitando el campo
Los barracones…o lo que queda de ellos. Solo uno sigue en pie y cuando entré en él dejé de respirar literalmente. Es uno de los barracones de primera línea dónde se ubicaba a los prisioneros más privilegiados. Entonces me fijé en una chica que lleva una rosa roja y otra blanca, me devuelve la mirada y se acerca. Me pregunta si puede quedarse un rato más en Dachau. Antes de que me de tiempo a pestañear me cuenta que su tío era un sacerdote católico que fue deportado desde Polonia y que falleció en el campo. Asiento sin decir nada. Salgo en busca del baño y vomito terminando así con las naúseas que me hicieron alejarme de las cámaras de gas y los hornos crematorios. Repugnante.
No puedo recomendar la visita turística a Dachau pero se debe hacer para que no caiga en el olvido lo que sucede cuando el ser humano deja de serlo. Especialmente, ahora que las manifiestaciones de los radicales toman fuerza y las palabras “ellos” y “nosotros” zumban en los oídos de todos.